La Bestia
Sí, por detrás de la gente
te busco.
No en tu nombre, si lo dicen,
no en tu imagen, si la pintan.
Detrás, detrás, más allá.
Por detrás de ti te busco.
No en tu espejo, no en tu letra,
ni en tu alma.
Detrás, más allá.
También detrás, más atrás
de mí te busco. No eres
lo que yo siento de ti.
No eres
lo que me está palpitando
con sangre mía en las venas,
sin ser yo.
Detrás, más allá te busco.
Por encontrarte, dejar
de vivir en ti, y en mí,
y en los otros.
Vivir ya detrás de todo,
al otro lado de todo
-por encontrarte-
como si fuera morir.
La voz a ti debida
Pedro Salinas
Cuando pasó a mi lado, me miró fijamente. Agaché la cabeza, hundiendo mi nariz congelada en la bufanda. Sus ojos seguían mirándome mucho después, cuando sus pasos ya se habían perdido por detrás de mí. Supe que esos ojos seguirían mirándome, siempre. Sentí frío. El vapor de mi respiración surgía como una nubecilla, espesándose más y más. Entonces desperté, pero sus ojos seguían ahí.
La primera vez que, desnudo frente a mí, me tendió sus brazos, mantuve los ojos bajos como una recién desposada. Él había sido dulce y tierno, me había emborrachado de palabras y pensamientos grandiosos, me buscaba con susurros sabios entre las brumas del deseo, y no pude resistirme a ese encantamiento que se tejía alrededor de mi alma. Me entregué con alegría febril, dejando que mi voz arrastrara mi cuerpo, surgiendo a través de la punta de mis dedos, de mi boca, de mi piel quemada de ansia. Me entregué con furia a esa seguridad de hombre en celo, a esas manos que abrían caminos de hielo y fuego. Y me estremecí cuando oí su susurro, arañando mi pecho.
"Yo seré tu muerte."
Creí que no le había entendido. Pensé que no había dicho nada, que era el viento, un engaño. Me sentí soñar, deslizarme sin querer en el otro lado, en algún otro lado. Miré sus labios. Volvió a hablar, le oí claramente, esa voz que me retorció las entrañas.
"Yo seré tu muerte."
Pero sus labios no se movieron. La cálida penumbra se llenó de silencio y frío y tumbas, su abrazo blando me apresó, se convirtió en una celda. Una mano de uñas afiladas me anudaba el estómago. Me faltaba el aire, me ahogaba.
Entonces, sus ojos encontraron los míos. Y ya no los abandonaron, nunca más. Dejé de luchar, dejé de resistirme, porque no había lucha posible, porque no quedaba fuerza para resistir. Sus palabras seguían flotando en torno a mí.
"Yo seré tu muerte."
Y vi. Vi la verdad. Vi la muerte en el fondo de sus ojos. Vi el fin, mi fin. Al momento siguiente, todo había a vuelto a ser como antes, todo respiraba con suavidad, todo era normal. Había durado tan poco, como si fuera sólo un aleteo de mariposa, que fue fácil desecharlo, olvidar esa luz oscura. Y volvió la marea del deseo, impulsada por sus labios crueles que sólo se movían para magullarme y levantar la carne, mi carne, contra mí. Distinguía el destello de sus ojos, alumbrando la oscuridad, siguiendo casi con paciencia los avances de su dominio mientras yo caía, caía una y otra vez. Muy al fondo, el ritmo lo marcaban las palabras, como tambores de silencio.
"Yo seré tu muerte."
Sí, lo sería, no me permití dudar, él sería mi muerte. Parecía que el cumplimiento había estado escrito, desde mucho tiempo atrás. Cerré los ojos porque la habitación giraba y el suelo cedía bajo mis pies. Caída entre sus brazos, me ofrecí, me di a sus zarpas de predador clavándose en los lomos, desgarrando. Fue el dolor. Y el placer, un torbellino, la rabia. Vi su cuerpo bajo el mío, brillante de sudor, tensándose, combándose, sus fauces se replegaron sus colmillos mordieron las sombras y sus encías eran como de sangre y espuma. Y gimió, pero sonó como un aullido. Mis gritos no pudieron acallar ese trueno que retumbaba en mis oídos, esa voz de lobo que seguía resonando en mi cabeza.
Permanecí despierta toda la noche, velando su sueño tranquilo de bestia satisfecha, espiando su imagen animal a través de sus rasgos humanos. Pero no había nada detrás, nada extraño, nada salvaje, tan sólo un hombre, un hombre dormido, roncando suavemente, invitándome con su calor a hundirme en la inconsciencia. Yo no podía. La amenaza era como un suave olor a rosas negras, a almendras amargas; ese aroma me asfixiaría en el momento en que él abriera los ojos y su mirar me murmurara las palabras.
Me dormí al llegar el día, agotada de luchar contra el silencio oscuro. Me dormí al llegar el día, con el miedo impreciso y cruel de no despertar; con el miedo aguzado de que la muerte dormía a mi lado, jugando a un juego cruel conmigo. Me dormí al llegar el día, para despertar no mucho después, arañando el vacío, pateando su cuerpo, insensible de tan dormido; quizá dormido de tan insensible.
"Yo seré tu muerte."
Esa voz, su voz verdadera, era como un latido doloroso que arrastraba el sueño consigo. También se había llevado el miedo, dejando sólo rabia, una ira ciega que me partía en dos. Odié al ser salvaje protegido por la humanidad del sueño, odié al animal que devoraba al hombre, odié a ese cuerpo que respiraba junto al mío y que tan fácilmente me ignoraba. Escuché sus susurros melosos mientras sus labios se movían; hubiera podido dejar de pensar, arrastrada a sus brazos por esa otra voz: pero sus ojos no pudieron ocultar lo que él era. Vi al lobo agazapado en su interior.
Pensé en huir. Alejarme silenciosamente, cuidando de que mi corazón no latiese tan fuerte que él pudiera oírle. No hacían falta las precauciones, de todas formas, porque me dejaría marchar. Él se sentaría mientras yo salía corriendo y me sonreiría socarronamente, porque eso era lo que deseaba o lo que esperaba. Pensé en huir, deseé huir. Y me quedé.
Seguí su juego de ignorancia, de desconocimiento, aparentando no saber las palabras; aparentando no haber oído, no haber visto, no haber sentido. Poniendo en escena la normalidad, lo cotidiano. Fue muy cauto; nunca se volvió a mostrar desprotegido y completo, vulnerable y temible; nunca se volvió a mostrar tan claramente como aquella noche. Y yo seguí su juego porque sólo deseaba no volver a ver lo que había en el fondo de aquella mirada, no volver a escuchar esa voz, esas palabras.
No vi, no escuché. El recuerdo se adormecía, se quebraba, hasta que conseguí imaginar que todo había sido una pesadilla. Se desvanecía el lobo y con él la pesadilla. Se desvanecía el lobo y con él, el miedo. Olvidé la bestia, su aullido montaraz, sus palabras feroces. Creí que podría conocer al hombre, enamorarme, enamorarle; ese hombre que se había insinuado repleto de inteligencia, de conocimiento, de un ansia terrible de saber, de compartir.
Pero la ausencia del lobo embocaba al hombre. Con el miedo, se desvanecía la atracción. Me encontré deseando, como sin querer, la vuelta de ese animal montés, de esa voluntad cerril; la vuelta de la amenaza que alejaría el tedio, que acallaría el pensamiento de que me había equivocado, que todo era un error. La vuelta de la bestia, que destrozaría la duda y me daría al hombre, su mente dura y cortante, su ternura egoísta, todo aquello que se me había prometido y se me estaba estafando, se me estaba negando.
Volví a acechar su sueño, como aquella noche, ese destello salvaje a través de un parpadeo. Volví a trasechar con impaciencia, con codicia, con un apetito desenfrenado. Y con la cobardía de que no apareciera, de que todo fuera, una vez más, fantasmas, imaginaciones.
Me olió. Olió mis pensamientos, mis deseos. Husmeó mis movimientos cautos con gruñidos de advertencia. Me mostró, casi con desdén, sus dientes afilados y esa luz en el fondo que volvió a susurrar, como un encantamiento, las palabras. Esas palabras que no me habían aterrorizado, qué gran mentira; ese encantamiento que me había atraído, que no me había permitido marcharme, repetir la huida de siempre.
"Yo seré tu muerte."
Allí estaba y no sentí miedo. Allí estaba, desbocando mi corazón, pero no de terror. Allí estaba, su rostro fresco. Su voz, su verdadera voz, como si me hubiera estado esperando.
"Yo seré tu muerte."
No sonó como antes, no una amenaza, no una advertencia. No era una brillante mancha roja que sobresaltaba. Era distinto. Guardé esa chispa en mi alma mientras él se volvía a dormir a mi lado, sus ojos y sus labios cerrados. Dormía como un niño o un animal, confiadamente; su postura me alejaba, me rechazaba. Su postura le protegía. Me dormí con mi certeza, abrazada por el sueño con una profundidad que se me había negado hasta entonces, acunada por su respiración acompasada cerca de mi cara.
Seguí con ternura sus huellas sobre la nieve. Seguí su olor animal, su calor de vida, a través del bosque fragante de invierno. Le seguí. Me convertí en un viento helado, ululante, con un solo fin: encontrarle. Me convertí en un ángel de alas de escarcha, de espada afilada con una misión: encontrarle. Quizás sólo fuera un demonio obsesionado, con la cabeza perdida. Seguí con delicadeza su rostro sobre el manto blanco, temiendo asustarle.
Unas voces sus holladuras se multiplicaban como si se hubiera vuelto descuidado. Otras, perdía su pista pro noches enteras, hasta que pensaba en abandonar esa estúpida persecución, hasta que olvidaba el sentido de lo que hacía. Entonces escuchaba su voz.
"Yo seré tu muerte."
No recuerdo el momento en que supe a qué sonaba, qué era lo que me decía. ¨Porque sus palabras eran una promesa. No una amenaza: una promesa, un voto. Y deseé que cumpliera su promesa o su amenaza. Deseé encontrarle para encontrar esa muerte que me prometía. Codicié su voto cumplido, anhelé mi muerte.
Y seguí tras él, tras su silencio y su huida, tras su esquiva mirada, tras su alma de lobo. Recibí algún zarpazo, algún ligero mordisco siempre que me acerqué demasiado; mi dolor le hubiera alimentado el corazón, así que aprendí a no gritar. Mientras duraba la caza, el frío me calaba de angustia, me atería de impaciencia y empujaba el viento que arrastraba el miedo como una capa de seda.
Llegó un momento en que todo quedó atrás, la impaciencia y el miedo y la angustia. Todo quedó atrás mientras el placer me alcanzaba. Lo que había empezado como una necesidad, se convirtió en un juego. La espera, que antes era un tormento que entumecía el alma, me llenaba de risa, me hacía burbujear. Olía a primavera.
En algún sitio olvidado nuestros cuerpos repetían sus luchas particulares. De una forma o de otra, a pesar de las resoluciones y las palabras -o la falta de ellas-, a pesar de las circunstancias y las ideas, nuestros cuerpos se encontraban y se perdían.
Había momentos en que olvidaba su rastro, para seguir otros más frescos y atractivos durante un suspiro. Había momentos en que me sentía perseguida por otros cazadores -mis huellas convertidas en un rastro de garras-. Había momentos, muy de tarde en tarde, en que veía al hombre tras de mi rastro, al lobo tras su perseguidor.
Fue entonces, después de toda una vida persiguiéndole, cuando yo no era otra cosa que anhelo, ojos y viento, fue entonces que le vi, esperándome. Entre su paciencia y mi asombro un lago reflejaba el cielo en el espejo de sus profundidades heladas.
Había dejado de temer esos ojos que me amenazaban, esos ojos que pedían, que exigían, mi sumisión y mi miedo. Así que enfrenté su mirada, al otro lado de las aguas que él había elegido como una barrera o como un puente.
"Yo seré tu muerte."
Una caricia, erizando la piel y la sangre, el silencio y la amargura dentro de mí. Un roce, enervando el espíritu y la esperanza, clamando las preguntas y las explicaciones de esta cazadora cansada. Las palabras aleteaban y volaban, confundiéndose; las palabras temblaban, como asustadas por una ligera brisa: rielaban, distorsionándose. Su voz ya no era la misma se afinaba y se perdía como sin fuerzas, sin aliento.
Ese lobo enorme, duro, plateado de luna. Ese lobo en tensión que se mostraba, entero, bañado por la luz imprecisa de la noche, dispuesto a atacar, a matar. Su reflejo tenía ojos de niño grande, de duende curioso. Su reflejo me miraba y su mirada agotaba la verdad, hundía la razón. mi reflejo devolvía, insolente, pupilas ahusadas, iris inhumanos, abismos de gato salvaje.
"Yo seré tu muerte."
¿Esa era mi voz? La tormenta rugió. Afuera. Al otro lado del fuego. Tras los muros.
Desnuda ante él. Volví a estar desnuda entre los brazos de ese hombre con alma de lobo, entre los brazos de ese lobo con mirada grande de hombre que había encontrado en el invierno. Ese macho insolente que bajaba los ojos, como esquivándome, como temiendo lo que yo diría. Sin mover los labios dije las palabras, las lancé contra él.
"Yo seré tu muerte."
Y vi el destello en el fondo. Esa estrella oblicua que se hundió como un suspiro que nunca hubiera existido. Sonaba a triunfo, a conquista, sabía a rendición. Casi no tenía necesidad de escucharle, podría haber dicho sus palabras antes que él mismo.
"Yo seré tu vida."
Sí, lo sería, no me permití dudar. Y me volví, dejándole a mi espalda. Caminé tranquilamente, sabiendo que no me detendría porque mi marcha era lo que él había esperado, al menos en otro tiempo. Caminé sin esfuerzo, dejando que la primavera borrara mis huellas.
Permanecí despierta toda la noche, velando su sueño tranquilo de bestia satisfecha, espiando su imagen animal a través de sus rasgos humanos. Pero no había nada detrás, nada extraño, nada salvaje, tan sólo un hombre, un hombre dormido, roncando suavemente, invitándome con su calor a hundirme en la inconsciencia. Yo no podía. La amenaza era como un suave olor a rosas negras, a almendras amargas; ese aroma me asfixiaría en el momento en que él abriera los ojos y su mirar me murmurara las palabras.
Me dormí al llegar el día, agotada de luchar contra el silencio oscuro. Me dormí al llegar el día, con el miedo impreciso y cruel de no despertar; con el miedo aguzado de que la muerte dormía a mi lado, jugando a un juego cruel conmigo. Me dormí al llegar el día, para despertar no mucho después, arañando el vacío, pateando su cuerpo, insensible de tan dormido; quizá dormido de tan insensible.
"Yo seré tu muerte."
Esa voz, su voz verdadera, era como un latido doloroso que arrastraba el sueño consigo. También se había llevado el miedo, dejando sólo rabia, una ira ciega que me partía en dos. Odié al ser salvaje protegido por la humanidad del sueño, odié al animal que devoraba al hombre, odié a ese cuerpo que respiraba junto al mío y que tan fácilmente me ignoraba. Escuché sus susurros melosos mientras sus labios se movían; hubiera podido dejar de pensar, arrastrada a sus brazos por esa otra voz: pero sus ojos no pudieron ocultar lo que él era. Vi al lobo agazapado en su interior.
Pensé en huir. Alejarme silenciosamente, cuidando de que mi corazón no latiese tan fuerte que él pudiera oírle. No hacían falta las precauciones, de todas formas, porque me dejaría marchar. Él se sentaría mientras yo salía corriendo y me sonreiría socarronamente, porque eso era lo que deseaba o lo que esperaba. Pensé en huir, deseé huir. Y me quedé.
Seguí su juego de ignorancia, de desconocimiento, aparentando no saber las palabras; aparentando no haber oído, no haber visto, no haber sentido. Poniendo en escena la normalidad, lo cotidiano. Fue muy cauto; nunca se volvió a mostrar desprotegido y completo, vulnerable y temible; nunca se volvió a mostrar tan claramente como aquella noche. Y yo seguí su juego porque sólo deseaba no volver a ver lo que había en el fondo de aquella mirada, no volver a escuchar esa voz, esas palabras.
No vi, no escuché. El recuerdo se adormecía, se quebraba, hasta que conseguí imaginar que todo había sido una pesadilla. Se desvanecía el lobo y con él la pesadilla. Se desvanecía el lobo y con él, el miedo. Olvidé la bestia, su aullido montaraz, sus palabras feroces. Creí que podría conocer al hombre, enamorarme, enamorarle; ese hombre que se había insinuado repleto de inteligencia, de conocimiento, de un ansia terrible de saber, de compartir.
Pero la ausencia del lobo embocaba al hombre. Con el miedo, se desvanecía la atracción. Me encontré deseando, como sin querer, la vuelta de ese animal montés, de esa voluntad cerril; la vuelta de la amenaza que alejaría el tedio, que acallaría el pensamiento de que me había equivocado, que todo era un error. La vuelta de la bestia, que destrozaría la duda y me daría al hombre, su mente dura y cortante, su ternura egoísta, todo aquello que se me había prometido y se me estaba estafando, se me estaba negando.
Volví a acechar su sueño, como aquella noche, ese destello salvaje a través de un parpadeo. Volví a trasechar con impaciencia, con codicia, con un apetito desenfrenado. Y con la cobardía de que no apareciera, de que todo fuera, una vez más, fantasmas, imaginaciones.
Me olió. Olió mis pensamientos, mis deseos. Husmeó mis movimientos cautos con gruñidos de advertencia. Me mostró, casi con desdén, sus dientes afilados y esa luz en el fondo que volvió a susurrar, como un encantamiento, las palabras. Esas palabras que no me habían aterrorizado, qué gran mentira; ese encantamiento que me había atraído, que no me había permitido marcharme, repetir la huida de siempre.
"Yo seré tu muerte."
Allí estaba y no sentí miedo. Allí estaba, desbocando mi corazón, pero no de terror. Allí estaba, su rostro fresco. Su voz, su verdadera voz, como si me hubiera estado esperando.
"Yo seré tu muerte."
No sonó como antes, no una amenaza, no una advertencia. No era una brillante mancha roja que sobresaltaba. Era distinto. Guardé esa chispa en mi alma mientras él se volvía a dormir a mi lado, sus ojos y sus labios cerrados. Dormía como un niño o un animal, confiadamente; su postura me alejaba, me rechazaba. Su postura le protegía. Me dormí con mi certeza, abrazada por el sueño con una profundidad que se me había negado hasta entonces, acunada por su respiración acompasada cerca de mi cara.
Seguí con ternura sus huellas sobre la nieve. Seguí su olor animal, su calor de vida, a través del bosque fragante de invierno. Le seguí. Me convertí en un viento helado, ululante, con un solo fin: encontrarle. Me convertí en un ángel de alas de escarcha, de espada afilada con una misión: encontrarle. Quizás sólo fuera un demonio obsesionado, con la cabeza perdida. Seguí con delicadeza su rostro sobre el manto blanco, temiendo asustarle.
Unas voces sus holladuras se multiplicaban como si se hubiera vuelto descuidado. Otras, perdía su pista pro noches enteras, hasta que pensaba en abandonar esa estúpida persecución, hasta que olvidaba el sentido de lo que hacía. Entonces escuchaba su voz.
"Yo seré tu muerte."
No recuerdo el momento en que supe a qué sonaba, qué era lo que me decía. ¨Porque sus palabras eran una promesa. No una amenaza: una promesa, un voto. Y deseé que cumpliera su promesa o su amenaza. Deseé encontrarle para encontrar esa muerte que me prometía. Codicié su voto cumplido, anhelé mi muerte.
Y seguí tras él, tras su silencio y su huida, tras su esquiva mirada, tras su alma de lobo. Recibí algún zarpazo, algún ligero mordisco siempre que me acerqué demasiado; mi dolor le hubiera alimentado el corazón, así que aprendí a no gritar. Mientras duraba la caza, el frío me calaba de angustia, me atería de impaciencia y empujaba el viento que arrastraba el miedo como una capa de seda.
Llegó un momento en que todo quedó atrás, la impaciencia y el miedo y la angustia. Todo quedó atrás mientras el placer me alcanzaba. Lo que había empezado como una necesidad, se convirtió en un juego. La espera, que antes era un tormento que entumecía el alma, me llenaba de risa, me hacía burbujear. Olía a primavera.
En algún sitio olvidado nuestros cuerpos repetían sus luchas particulares. De una forma o de otra, a pesar de las resoluciones y las palabras -o la falta de ellas-, a pesar de las circunstancias y las ideas, nuestros cuerpos se encontraban y se perdían.
Había momentos en que olvidaba su rastro, para seguir otros más frescos y atractivos durante un suspiro. Había momentos en que me sentía perseguida por otros cazadores -mis huellas convertidas en un rastro de garras-. Había momentos, muy de tarde en tarde, en que veía al hombre tras de mi rastro, al lobo tras su perseguidor.
Fue entonces, después de toda una vida persiguiéndole, cuando yo no era otra cosa que anhelo, ojos y viento, fue entonces que le vi, esperándome. Entre su paciencia y mi asombro un lago reflejaba el cielo en el espejo de sus profundidades heladas.
Había dejado de temer esos ojos que me amenazaban, esos ojos que pedían, que exigían, mi sumisión y mi miedo. Así que enfrenté su mirada, al otro lado de las aguas que él había elegido como una barrera o como un puente.
"Yo seré tu muerte."
Una caricia, erizando la piel y la sangre, el silencio y la amargura dentro de mí. Un roce, enervando el espíritu y la esperanza, clamando las preguntas y las explicaciones de esta cazadora cansada. Las palabras aleteaban y volaban, confundiéndose; las palabras temblaban, como asustadas por una ligera brisa: rielaban, distorsionándose. Su voz ya no era la misma se afinaba y se perdía como sin fuerzas, sin aliento.
Ese lobo enorme, duro, plateado de luna. Ese lobo en tensión que se mostraba, entero, bañado por la luz imprecisa de la noche, dispuesto a atacar, a matar. Su reflejo tenía ojos de niño grande, de duende curioso. Su reflejo me miraba y su mirada agotaba la verdad, hundía la razón. mi reflejo devolvía, insolente, pupilas ahusadas, iris inhumanos, abismos de gato salvaje.
"Yo seré tu muerte."
¿Esa era mi voz? La tormenta rugió. Afuera. Al otro lado del fuego. Tras los muros.
Desnuda ante él. Volví a estar desnuda entre los brazos de ese hombre con alma de lobo, entre los brazos de ese lobo con mirada grande de hombre que había encontrado en el invierno. Ese macho insolente que bajaba los ojos, como esquivándome, como temiendo lo que yo diría. Sin mover los labios dije las palabras, las lancé contra él.
"Yo seré tu muerte."
Y vi el destello en el fondo. Esa estrella oblicua que se hundió como un suspiro que nunca hubiera existido. Sonaba a triunfo, a conquista, sabía a rendición. Casi no tenía necesidad de escucharle, podría haber dicho sus palabras antes que él mismo.
"Yo seré tu vida."
Sí, lo sería, no me permití dudar. Y me volví, dejándole a mi espalda. Caminé tranquilamente, sabiendo que no me detendría porque mi marcha era lo que él había esperado, al menos en otro tiempo. Caminé sin esfuerzo, dejando que la primavera borrara mis huellas.